conservo de tus labios un recuerdo tibio
venido de los días previos al estío.
Ni labios, ni llamas ni estío. Argumento y símbolo aquí son la ceniza.
|Papeles no reciclables| |Notas desatinadas| |Glosolalia bipolar| |Yerros en celulosa|
Los hombres me han llamado loco; pero todavía no se ha resuelto la cuestión de si la locura es o no la forma más elevada de la inteligencia, si mucho de lo glorioso, si todo lo profundo, no surgen de la enfermedad del pensamiento, de estados de ánimo exaltados a expensas del intelecto general.
Un hombre, el que todos seremos alguna vez, dormía profundamente. Tenía la frente apoyada en el antebrazo izquierdo como resguardándose del inminente mal, enfrentaba su espalda desnuda a la infinidad del espacio, sus piernas se extendían sin el menor movimiento sobre la suave pendiente de esa parte del mundo. Su mentón barbado estaba anclado en el suelo y bajo sus plantas se veían gránulos de arena discontinuamente adheridos a la ruda piel. A consecuencia de los pesados trabajos que realizó, era víctima de un sueño profundo. Respiraba hondo y despacio, parecía que de una aspiración quisiera abarcar el largo del mar. Su pecho se hinchaba lentamente y cuando ya casi iba a estallar, empezaba un parsimonioso silbido de desahogo respiratorio.
Sentía a la vez la caricia de unos delicados dedos y de una hermosa canción. La dama que le acariciaba el cabello movía sus manos con gracia indecible. Sus movimientos al borde de lo imperceptible se fundían con el tacto de su larga y negra cabellera sobre la piel cansada; unos y otros eran del mismo material de la canción, que hechizaba con sus oscilantes notas al marino en retiro. La dama apenas se distinguía entre las hierbas florecidas que la rodeaban. Sus manos delicadas se movían dejando una estela de luces dispersas. Similares destellos producían las gotas del manantial –ese que se presentía tras la imagen de la dama– al romperse contra las piedras redondas del cauce. La canción en voz de la mujer sonaba a solo de clarinete y evocaba los más cálidos sentimientos del amor.
A ella que todo lo sabía, una lágrima le cayó de los ojos verdes. ¡Llanto de los mares, Tristeza de esmeraldas! La perla líquida rodó por esa mejilla tan lozana y tan pura como el anhelo de los náufragos. La lágrima al fin tocó al marino. Él percibió que la tristeza invadía inevitablemente aquella perfecta escena, que su paz se estaba derrumbando y el fin estaba cerca. Quiso sin embargo hallar la razón del llanto, y buscó a la dama con la mirada.
Así rompió el sueño.
Amanecía con una llovizna incómoda en la última playa del mundo. El hombre sin fuerzas que estaba echado sobre el pecho emitió una queja queda. La boca le sabía a sangre, en el estómago le ardía el hambre, algunos huesos rotos le reclamaban quietud y en la mente tenía la certeza de que su vida duraría lo que durara la marea baja. Recordó su niñez y los labios bellos de una mujer adorable. Intentó suspirar. Lo atormentaron visiones de errores pasados, de su ambición y su estupidez. Quiso llorar. Ahora sí era cierto que estaba perdido y supo qué debía hacer.
Volvió a dormir y se esforzó en soñar. En un instante estuvo de nuevo en una tibia tarde. El olor de las cortas hierbas salvajes y la ternura del pasto le hacían cama. Un suave murmullo de agua juguetona le reconfortaba el alma y la música de coloridos trinos lo acompañaba. Participaba pasivo de la armonía florida de la creación. Pero esta vez, ella no estaba allí.
Apenas se asoma del paquete, la galleta muestra su rosado rostro de descontento y me dice que “No podía ser peor. En verdad que eres un imbécil de primera”. Lleno de ira (aunque estamos de acuerdo en lo básico del postulado) la muerdo con fingida cara de neutralidad. La maldita decide entonces causar problemas y se aloja en eso que los hombres serios llaman epiglotis, o un poco más arriba.
Con las manos en la garganta (como buscando el cierre de la cremallera) descarto mentalmente mis opciones. Me agradaría gritar por ayuda, pero si pudiera, sé que el mundo hallaría una forma de evadirme. Supongo que estar a decenas de metros sobre el mundo de los corredores de bolsa es una excusa que indudablemente esgrimirían. Claro, nadie hablaría de la molestia de arrugar sus gabardinas ni de exponer sus portafolios al abandono citadino. Descubro, pues, que la asfixia da tristeza cuando no tienes amigos que te aprieten el abdomen y más aún si Tomás, el gato, pasa saltando en un martillo neumático con cara de desesperación.
Caigo de costado, del lado derecho, creo. Lo importante es que caigo sobre una viga en vez de caer al vacío. Por supuesto, no iba a morir por una caída, el mundo no es tan amable con nosotros los simples. Algo eléctrico en mi espina me hace quedar arrodillado y con toda la fuerza de mi vientre empujando la lengua. Al borde de explotar por la presión, cuando ya veo nublado y con manchas negras, distingo con dolorosa certeza otra galleta que se ríe de mí a carcajadas dentro de su plástico paquete.
Ya no siento nada, no siento mis manos, ni la penetrante melancolía que me trajo hasta aquí, ni la indignación de los Rockefeller por la obra de Diego Rivera, ni la futura depresión, ni la presión de la mafia italiana, ni el ansia por un fonógrafo, ni siquiera intriga por el placer del opio. Ahora sólo están en mí el dolor profundo dentro del cuello, el sabor a babaza, el dolor de los pulmones y el cansancio de toda una vida de mil caminantes en mis molidos músculos.
Supongo que moriré y vendrán impagables deudas sobre mis deudos. Aunque de momento no recuerdo ninguno. Creo que así es mejor. Me intriga qué dirá mi casera, Gloria. Nada, creo; ella nunca habla. ¿Y mi capataz? Seguro que el sí distingue mi cara y mis habilidades. Pero ya no importa, así como tampoco importa si esos animales son reales. ¿Cuánto de esto será un sueño de alguien más? Ojalá todo, así no tendré que preocuparme si aquella reía por su estupidez o su crueldad.