2011/04/26

Beber solo

Yo recomiendo beber solo. No me refiero a una copa de vino después de unos fetuchinis a la Alfredo. ¡No! Ni a una cerveza un soleado domingo: Me refiero a embriagarse sin motivo estando solo en las cuatro paredes que encierran la vida, o bien en la soledad cómplice de un populoso antro cualquiera, en un día entre semana sin festejo ni compromiso, a verter del gaznate al esófago un vino barato, un licor regional con sabor a residuo industrial o cantidades ingentes de alcohol sin denominación de origen pero con clara nominación de final fatal.

Beber solo: Embriagarse sin el parloteo ajeno, ojalá sin el propio; que el ruido sea de mujeres baratas o ajenas, músicas pobres en disonantes aparatos o las angélicas músicas de la lucha de los vehículos por llegar a ningún lugar; cuánto mejor si hay disparos, disparates de un bobo de pueblo cualquiera, agonizante si se puede, o simplemente el ruido del silencio de un farsante fracasado. Sí: esa respiración cansada que tantas veces se ha oído en tus cercanías.

Los logros y las ventajas son evidentes, como las verdades que ya no se guardan y los fulanos de la calle quisieran no oír. La consciencia, esa carga inútil que sólo aparece después de la derrota, ese obstáculo absurdo que priva el placer, se diluye en el alcohol sanguíneo como la carne en el ácido, dejando ese olor mortecino que hace tan agradables las carnes embutidas. A muchos nos basta este retorno a lo esencial, a la insensata y ciega madre, esta vuelta a la semilla pre- homínida, a la semilla reptil o (si se bebe para que sea la última y definitiva tomata) a la semilla bacteriana de la que vienen todas las cosas buenas de la vida: comer, defecar e intentar multiplicarse. Ebrio y solo he comido, cagado y tirado, siendo esto tan satisfactorio como puede ser para un individuo el comer, el cagar y el tirar. Mojigatos, como siempre aparecen, dirán que el placer culinario es cual el de los italianos con buena charla, buen libro o buen licor. Digo que venga Pompeya otra vez sobre los sobrios mojigatos, que la charla siempre ha sido un triste invento para llenar el hermoso silencio con anuncios de estupidez; y los libros, son mejores en la ebriedad en que se compusieron o son tan malos como la lóbrega claridad que los impulsó.

Complicaciones innecesarias, en todo caso.

Lo básico es la tibieza animal y la dificultad de articular el yo. El reconocimiento de la mentira del yo. La tranquilidad de no ocuparse de otros malestares y condescendencias. La potencia de encontrarse ante la noche mortal que se cierne sobre todo y ahora está un paso más cerca. Para qué el baile y la sensualidad ante el mal infinito y el inmejorable (porque en él ya no hay nada) destino último. Lo básico es que no hay yo ni hay explicaciones. Me he entregado al tiempo al beber esta botella y he entregado mi tiempo a desocuparla; la vela de mi vida sigue quemándose y yo al fin siento su calor. Ya no corro, ya no huyo, ya no soy esta sombra de mis deseos incompletos.

La porquería que es el mundo se mastica copa tras copa, haciéndose una plasta indigerible que pronto deja de preocuparme porque es expulsada. Vomito el mundo, el mundo me vomita, esa porquería ya no está en mí ni yo en ella. Mi alma se limpia. Mi cuerpo se limpia. El mundo se limpia, temporalmente. He ahí el problema.

Mas beber solos nos acerca cientos de pasos a nuestro destino mortal. Otra ventaja más: ebrio y solo, los tontos avisos de peligro se ven como deberían ser: publicidad mala y engañosa al mundo de los muertos. ‘No vengas, quédate aquí sufriendo’, dice el cartel en la baranda del puente colgante, ‘El mundo es más dulce contigo’ dice el raticida sarcástico. Y ya uno no se deja engañar: salta y bebe. O cual el ruso feliz que siempre envidiaré: turbio en vodka se va a dormir en la nieve y ya no despierta. La buena muerte que rezan las ancianas arrugadas en la cabecera de los que han sido arrancados de la vida llega a los que abrazan el veneno en tranquila unicidad. Tanto mejor si cantaran una letanía simple, confirmada en el rito de levantar siempre una vez más la copa llena y deglutir su amargo trago:

¡Salvífico licor que todo lo limpia!
En silencio y soledad.
¡Borra las mentiras y las verdades!
En silencio y soledad.
¡Néctar de la purificación, arde en mí!
En silencio y soledad.
¡Incendia mi mente y disuelve mis carnes pútridas!
En silencio y soledad.
¡Obedezco, callo y bebo!
En silencio y soledad.

2011/04/24

En el entresueño amándote

Por ahora me dejo flotar en tu recuerdo
con el mundo borroso
y tú delineada por mis manos,
como si estuvieras a medio camino
entre la idea de fuego y el deseo fragante.

Sentirte como recuerdo,
como presencia evanescente entre mis dedos,
–entre mis brazos, junto a mí–.

Prolongar este universo de sentidos
dulce y tenso –nota de arpa–,
tibio y sólido –amor animal–,
luminoso y futuro –como tú–.

Resguardando la felicidad
de ser contigo cómplices
del secreto de la vida.

Entrecierro los ojos otra vez
lejos del mundo, en ti.

2011/04/05

Mi balada (ahora más agridulce)

Talante y, en menor proporción, talento me faltan para dar forma, brillo y color a las baladas agridulces que tus ojos han regalado a mi vida. Tú ya sabes que le agrego mieles y hieles a mis días, por si no hubiera suficiente contraste en el universo, así que no niego nuestros desencuentros, que amo también, y por tanto digo agridulce; mas lo que antes fluía como torrente de montaña virgen, ese parloteo altisonante, curioso y azaroso, ya se va quedando mucho más en el interior oscuro de mi cráneo, escapando en mínimas gotas que ya no altisuenan ni sacuden, cuando eso es lo que deberían hacer para esta tarea, misión, propósito que habría de ser una balada y nada más. 


Si no fuese ya bastante con eso, ando con un corazón tartamudo hace mucho rato, de esos impulsados a manivela, que no solo se enreda en decir mil cosas antes de decir lo que tendría, hace ruido escandaloso por sus oxidados mecanismos y se nota cuando anda, porque se le escapan manos y besos. De esos corazones de modelos viejos, difíciles de manejar: Nada de frenos ABS, inyecciones computarizadas ni de direcciones asistidas en este escaso y aún fornido bombero de sangre. Claro que sí tiene unos cómodos e incluso lujosos espacios interiores, finamente manufacturados, que ahora me gusta tener dispuestos para ti y descaradamente confieso fueron dispuestos para otros residentes ocasionales que no los supieron disfrutar. 

Él y yo nos jalamos mutuamente por las calles rotas, el asfalto gris y (ahora) los arcoíris que tú nos dejas ver cuando las frecuencias de tu luz se separan en colores hermosamente diferentes; cuando nos logramos entender hacemos charla agradable y antes deshacíamos los caminos de la razón. Como si hubiéramos envejecido juntos, nos entendemos ya bien, por lo que no nos perdemos en esas infinitas deconstrucciones de la vida cotidiana, cosa agradable para el fluir maquinal de los días de laburo y triste para el arte de sacudir tus oídos con locuras que encuentres bellas o, si no, cautivantes. 

Trabajadores e industriosos, burdos toneles de te-amos apilamos para ti, en las puertas y los umbrales que nos unen y separan; bidones que apestan, hieden, a millas se los percibe, infiltrándose en las moléculas de seda de tu pelo, en tu casi frutal piel, en los hitos del día –chocolates, llamadas, letras que vuelan por fibras de cobre y ondas de encanto, besos que caóticamente derramo en tu cuello– sin que la gracia nos apoye, al menos no otra que la gracia tuya. Un observador atento, de esos en vías de extinción, podría notar algunas trazas de grandes te-amos que han quedado regados por ahí y rastrearlos hasta nuestra honesta y desvencijada fábrica. ¡Bienaventurada la humanidad, tan ciega a lo que no le es mostrado con una flecha colorida! Mientras se niegue a ver, podré ocultar piedritas que guíen el camino a la balada perdida del que perdidamente ama. 

Cuanto más tentador, así, plantar pequeñas flores en el camino de tu hogar, donde puedas verlas y recordarme. O de pequeños retratos de las sonrisas tuyas, que también son mías. 

Recurriendo a una fórmula, requeriríamos de un joyero para hablar de tu sonrisa, no de este herrero arrugado: hace falta alguien que nos pudiera transferir o que emulara con calidez las palabras que brotan de tus labios. En su ausencia y con nuestros limitados recursos usaremos un cartógrafo para mantener el inventario de tus maravillas. 

Uno que equipare con una gesta descubridora los días consumidos tratando de llegar a la estrella magna de tus ojos, que en las noches y los días brilla invariablemente bella; que cuente las jornadas de asedio tras las barreras de tu fortificado misterio durante las cuales ejércitos de juglares se turnaban para cantarte zalameras danzas y almibaradas parlas, y varios comandos camuflados lanzaban besos incendiarios en misiones encubiertas tras las líneas de resistencia; que relate los viajes y caminos de exploración por ardientes trópicos, sus flores y glorias, sus jornadas y requiebros, pues toda exploración carece de mapas con equis y abunda en pasos dubitativos; en su misión corográfica necesariamente tendría que deleitarnos con nuestra gastronomía lingüística, ese fluir dulce, crocante, cautivante y nutricio del discursar, del parlar; una película en blanco y negro con gabardinas, cafés oscuros y notas secretas en hoteles olvidados recopilaría dentro de su viaje relatado nuestro cartógrafo bohemio, como prueba silenciosa de esa humana geografía con tintes de misterio que menciona sólo en la forma pintada por sus bordes curvilíneos. 

Y así se multiplican al infinito las tareas del cartógrafo sin que haga mucha mella a su propósito original de cantarte. Si fuera yo, fracasaría la misión por ocuparme en la única y absorbente tarea de seguir tus movimientos: pasos imperiales, saltitos encantadores, giros de cuello dramáticamente tentadores, bailes sensuales. ¡No, cómo resistirse a ese glorioso evangelio! Glorioso pero al cual renuncio para disolverme y entregarme en ti en el rito de cada beso que debiera ser eterno; así que ayudémosle con hiperbólicas tareas líricas: Revivamos a Shakespeare, y pidámosle otro centenar de sonetos, insuflemos el buen amor del arcipreste, las saetas del buen Lorca y los tercetos de Machado en un cono de helado de frutas silvestres… 

Digamos, simplificando ya para terminar la retahíla, que mejor prueba encontrarás, tanto más clara, tanto más cotidiana, en estos tus ojos admiradores, atados a ti como girasoles y un poco más abajo la honesta, pura, inocente, permanente sonrisa que me causas. Pero ¿qué balada es esta, mundana y egocéntrica? Es la que se siente desde esta, mi costa de nuestro amor, apoyados los codos en el alféizar de la ventana feliz que me deja verte cuando el sol del atardecer se funde en un velo de estrellas y te revelas profunda, esencial: perfecta.