2013/02/17

Vivir con muerte

No es que yo la invente, la atraiga o la venere, la idea de la muerte se me presenta multifacética y variable, como un caleidoscopio nefasto. Creo engañar bien al mundo sobre su constante presencia en mi mente. Resulta insulso aclarar que la muerte está presente siempre en el mundo, que la vida, como concepto, la requiere y que siempre pende sobre los seres que viven. Para ser preciso, se está acercando. Inevitable.

Muchas variaciones de esa certeza, decía, cruzan mi mente. Un día afortunado, caminando bajo el cielo perfecto, con nubes algodonadas como las del país de Jorge Isaacs, con brisa leve y el olor de las plantas sonriendo apareció otra vez: Imaginé que sería genial que un rayo me quemara y evaporara. La norma cultural dicta que me habría de partir, pero la lírica popular tiene que limitarse a la verosimilitud, y un rayo no parte, lo que hace es parte de su belleza. Esa cantidad contada e ingente de energía cocinando las carnes y las vísceras, quemando el cerebro y cada nervio, en un instante mínimo. Y lo mejor: ocurriría en un día en que todo parecía ir genial. Con un trabajo decente, sin mayores deudas, habiendo salido airoso de tristes reuniones, habiendo visto a algunos y hablado con otros amigos, pero de forma incompleta, sujeta siempre a la incompletud de la vida.

La imagen habitual, sin tanta historia ni consideración, es verme colgando de una viga saliente de un edificio lóbrego, una tarde de nubes con el sol en contra. Quieto. Ni siquiera mecido por el viento. 

La segunda imagen recurre con mayor frecuencia. Tiene un resorte simple, que la lanza al aire al menor esfuerzo.

En otros días, esperaba una muerte venida del accidente imposible, uno de buena fe e imposible de atribuir como culpa individual. Repentino, inmenso, imposible de superarse. Con sangre, pero sin tiempo. Tal vez el golpe de un tren, lo que hace lamentable la poca difusión de los rieles en el mundo.

De tan común este pensamiento que ha evolucionado a una sensación y a un dispositivo. Como sensación, es fría; como dispositivo, es depredador. Cuando esa sensación ataca por primera vez una idea, duele y congela, como cuando supe que nadie estaría conmigo en ese arreglo amatorio. Ardió, se enfrió, dejó un vacío y una cicatriz. Cuando reincide sobre el mismo punto, solo es frío. Como hoy, al escribir la soledad.

Así la muerte pasa a ser un ingrediente más de la vida. Un ingrediente activo en esta existencia medicada. Que se suministra a sí misma en dosis soportables y al que no se genera resistencia nunca.

Solo la intriga, el temor, la tristeza de cuándo, cómo y dónde la dosis será fatal.

Derecho a roncar

¿De qué tamaño debe ser una existencia? Lo digo pensando basado en el principio comprobado de que puede contenerse (no en el sentido de frenarse, o bueno, no completamente; sino en el de encapsularse) una existencia completa en una caja de determinado tamaño.

Estas cajas se encuentran en los mercados y supermercados, en las más diversas formas y cualidades; con los más elaborados tapices jurídicos o sociales, con los jardines más ensoñadores y las ventanas a los ideales más puros y trascendentes. Y mi interés no va hacia el crecimiento de estas cajas, me encanta la expansión de las existencias. Sobre todo en formatos legibles que pasen de una generación a la otra: hay cajas que todavía producen cartas en papel y que hasta tienen buzón de verdad, o al menos una ranura de tamaño conveniente en la puerta para alojar los sobres visitantes. Cajas enormes que van de un país a otros muchos y vienen repletas de fotos, camisetas, llaveros y olores de comidas sazonadas con otro sol. Cajas en  modos varios.

La pregunta va en el otro sentido de esta escala de vida. ¿Cuántas micras puede tener una existencia? ¿Es esta una medida adecuada al verdadero yo? Bueno y si el yo no existe (solo lo permiten las gentes en concilio y la mentira de la experiencia única), ¿deben las cajas miniaturizarse hasta el fin de lo subatómico?

Hartazgo de ideas abstractas, no pensar en la caja de una altura de Planck de alto; pensar mejor en las cajas existentes: Quedan cajas salvajes, me cuentan las voces, donde el león ruge en la noche. Otras bohemias que dejan sus puertas y luces encendidas hasta la madrugada, y hasta la madrugada es una falsa presentación, porque las luces y las puertas hacen lo suyo de corrido, independiente de la insolación, de modo que el bon vivant puede traer o sacar vinos de su caja. Y sin arreglo a un propósito o justificación. De estas cajas existenciales, también las hay en variaciones existencialistas, vacuas y levemente hedonistas; las hay queer, con militancias a deseos aún no nombrados; las hay veganas, sanas, limpias, puras, salvíficas; las hay consumistas, conspiracionalistas, neoconservadoras, sionistas, frugales, carníceras... Muchas más características las definen, pero no se habla de su tamaño, ni de su tamaño en lo que a mí me afecta.

En todas ellas falla la descripción del tamaño correspondiente al ronquido. Como si el tirano, el santo, el iluminado, el loco, el perverso, el mártir, el sonso, el nulo no roncaran. Nadie se hace a un lugar en la historia-con-hache-mayúscula por el roncar. Por lo menos no hasta ahora -puede que ese sea mi ingreso a las enciclopedias- y no en los próximos años, según deduzco de la mínima importancia del ronquido en nuestra sociedad y, en tono reivindicatorio, su ocultamiento del discurso oficial.

Cabe en la noche soñadora el roncar. No lo dudo. Dormir es una elección, como lo es el irritarse y el rascarse el zarpullido hasta la gangrena. Morfeo no tiene poder sobre mí, dado que no le oigo cuando decido dormir, que es siempre. En la tarde, luego del almuerzo, mi mente está tan dormida como mi cuerpo inmóvil; la rigidez frente al computador puede dar apariencia mentirosa de laboriosidad, pero no crean. En la noche, la madrugada, la mañana, duermo. En leves y realmente escasos momentos de mi vida he estado despierto, casi que forzado por el temor a la muerte. En todos los demás, como ahora y cuando escribía la única tesis de mi mínima existencia, he estado voluntariamente dormido.

No hago de esto un símbolo, con un gran despertar de revelación y de iluminación. No es esto lo que digo. Digo que estuve en profundo sueño y roncando. Bajo la tormenta, antes y después del temblor, con hambre y con dolor, con fiebres y retorcijones, con loas y con miserias laborales en la maleta, con la maleta puesta, con corbata, jean, botas, y hasta traje de lentejuelas. Dormido y roncante. Roncando ruidosamente, cual bestia salvaje, cual el sonido de una secoia milenaria que se desgaja por siglos, como un insulto condenador del ebrio Odín, como el llamado de algún mamífero marino en océanos gélidos, como si una llama del tamaño de una montaña crepitara y atronara en una garganta de roca, como si el ronquido hiciera el esfuerzo por entregar al mundo algo de mí comparable a todo lo que no hago.

No me enorgullezco de mi roncar. Apenas me explico (nunca excusarme): Soy un hombre a una nariz pegado, a una sinusitis y rinitis pegado, pegado a un tabique enorme y torcido. No es lo mismo que la condición femenina, ni la historia de la diáspora africana, ni la pobreza infame (que la tengo en dosis menores), pero este es mi sino de discriminación.

No hallo lugar para el ejercicio de mi ruidosa fisiología respiratoria. O para ser preciso, para mi sueño durante este traqueteo de mucosidades. No quiero que me despierten en mi roncar. No quiero vecinos interesados en mi salud respiratoria ni atormentados por el ahogo o preocupados la apnea ajena. Quiero un mundo donde mi hipotético hijo pequeño pueda dormir sin importar su ronquido o su moqueadera, sin que importe el volumen ni la ubicación, ni mucho menos el contenido de su carácter.

Pienso entonces que lo propio es hacer como el cangrejo ermitaño y buscar una caja existencial diferente. Esta es pequeña y con pocos tentáculos. Me asalta el deseo por una caja más grande, pero pronto pienso que el asunto no es de tamaño, porque en otras mayores podría ser igualmente ignorado mi derecho roncante. Creo que el asunto va en la línea de la primera pregunta.

De qué tamaño debe ser una existencia, ese es el tema. Uno pensaría que entre más pequeña sea la existencia, si el ronquido se mantiene en su tamaño monumental, en contraste parecerá más grande. Pero no: Un monje budista, cuando duerme en medio del bosque, al lado de ese árbol, cuando duerme y nadie lo oye, ¿ronca? Seguro que sí, pero nadie lo jode. Su existencia es tan sólida y tan abandonada y tan ajustada que puede roncar y nadie le quita el sueño. Otros, como yo tenemos existencias no tan sólidas y más bien desajustadas, lo que nos lleva a que pueden quitarnos el derecho al ronquido. Nos lo quitan con discursos médicos, con golpes en la pared, con displicentes consideraciones sobre nuestra despreciada condición y sobre todo la dolorosa exclusión de la lista de los posibles candidatos para amor de la vida.