2013/07/28

Sueño de una noche de invierno ruso

Está oscuro. La luz de la pantalla arma solo los bordes de las figuras. Viste de negro. No la ves. Allí hay una mano y cuando la toco oigo el crujido eléctrico de mis deseos saltando a esa piel de ángel. La gente habla, inglés con acento británico, peroratas en ruso, incluso uno por teléfono. Y ella no habla. 

No se mueve.

Viene nieve implacable. Rusia invernal se presenta. La intuición se hace material: se ven los labios inmóviles. Un instinto carnívoro ve rojo nada más. Inicia un acecho feroz e inconcluso. La escena blanca muere, y queda una sombra que ni siquiera late con la respiración.

Supongo que respira.

Tiene cinco dedos. Tiene un dorso y una palma esa mano. Cuelga de una muñeca. La muñeca está soldada a un brazo. El brazo se hunde en la negrura del teatro.

Más allá, un continente inamovible. De este lado, yo.

Ella inmóvil, impertérrita, inaccesible, inaudible, inasible, ausente casi de este mundo. Volcada a la pantalla, sus movimientos y sus ficciones. Viendo las cosas de la gente desde su dimensión ajena.

Acá, una Karenina. Vibrante, perdida por los acosos de sus emociones. Esa falacia de lo que hacen, dicen o sienten las mujeres. Esa y todas falacias. Lo femenino, por más que queramos algo distinto y por más que caigamos en el vano intento de cambiarlo, es otro universo.

El filme acaba. Ella sonríe, convierte esa boca en el sueño de cualquier ser que desee. Forma y función. Rojos labios, carnosos, abundantes, dos mares de labios ondeantes. Bebe un café aromático y habla de los tapices, del ritmo de la trama, del respeto al canon y la novedosa transformación de la trama, de lo que hacían las novelas en aquellos días, de Rusia y la pluma que derramó a esas personas, incluso al buen Karenin, al difícil Karenin, al tonto Karenin.

Ha mutado de la estatua helénica a una diva académica, y su transmutación fuerza la adaptación del mundo. Hay una calle ahora, con luces estelares, la noche fresca, las calles solitarias, el asfalto apenas húmedo, y el títere andando junto a ella.

El títere ve un árbol, el árbol más real que ha visto. Tan real como en os tiempos en que descubrió la tridimensionalidad de las ramas que abrazan el cielo, tan tupido de detalles, tan históricamente elaborado, con tantas marcas del tiempo indicando su presencia y sus batallas contra este mundo de la realidad material.

De la nada, viene la historia fantástica de la presencia anterior de ella sobre estos pasajes. Cruzaba de la mano de una abuela, doble mamá, doble dulzura, doble sabiduría, el camino al jardín. Y el árbol en aquellos días tenía una puerta, y era la casa de los seres de un mundo fantástico.

El camino cortés termina. Está la puerta y su vida después de ella. 

Aquí estoy yo y ella allende.

Contra Virginia, insultos machistas

Qué tranquilidad la que viene de saber que nadie te lee. Poder dedicarte como en el más secreto diario a escribir las cosas que no le importan a nadie con el refinamiento que nadie necesita, dedicando el rigor rococó a los asuntos que a mí se me dé la soberana gana.

Escribir, además, los errores que me gusta apreciar, en cosas como el desvarío por la vida y el amor decimonónica. Diría ayer, y no importa: un día fui invitado a abandonar los modos (y cito) de hombre victoriano. Me fue sugerido no abrir puertas ni dar paso a las mujeres, no guardar el atento cuidado, dejar las pendejadas de ese tipo; incluso, dado que ya entendí el asunto, desechar la palabra mujer, puesto que no indica nada que uno debiera enunciar, que uno pudiese llegar a tener la autoridad de usar, un nombre sacrosanto solo pronunciable por las sacerdotisas del culto de la mujeridad y aquellas indiscernibles entidades que puedan, quieran, lleguen a denominarse con la sacrosanta prohibida palabra.
Ante ello, el prometido error. Pensaba, defendiendo el imposible, que habría un grado de rescatable solemnidad, un respeto posible por el tratamiento diferencial, cuando ello es indefendible y mal visto, y en función de ese rescate del hundimiento mortal imaginaba que en algún grafiti digital iba a dejar constancia de un repelente y esperpéntico desquite verbal que iba así:

"Sí, lo reconozco, soy un tipo victoriano. Por ello quiero a una mujer victoriana: a Virginia Woolf."

Listaré los errores, para diversión de las futuras generaciones de filólogos, o solo para que la frase "Listaré los errores" permita que la clasificación automática que realicen los robots de la CIA sea adecuada. Además del uso del término prohibido, error obvio que me llevará a las hogueras posmodernas en tanto que no creo tener la voluntad para evitarlo y las contundentes tendencias suicidas que me marcan; además del uso aquel, decía, malditas frases intermedias, miles de paréntesis (y este frecuente recurso de despotricar abiertamente del recurso usado), usé el apellido de casada de Virginia. ¡Dígame nomás! Qué atrevimiento tan horroroso, tan denigrante, tan infame, tan desagradable y tan vergonzoso.

No marco las admiraciones porque no me salen. Hablo (redacto) con un tono neutro casi frío. La verdad, me confieso culpable del crimen de pasadismo. Hablando de prejuicios históricos, soy un tipo errado de siglo, venido de uno pasado: ya no crimen sino pecado mortal ante el futurismo del presentismo presente.

El último error para marcar en el abandonado epitafio de mi dizque heteronormatividad, ataca ese glorioso principio- deseo del futurismo del presentismo presente. Digo que Virgina era victoriana, pero como ella es de las buenas, no puede atribuírsele un adjetivo tan pauperizante a la gran Virginia. Ella era (¿es?) una mente de su futuro, incluso de nuestro futuro. Es una persona presente, cotidiana, pero más allá de sus días y de los nuestros. No puede decirse que ella fuera victoriana, entre otras, porque deconstruía y reconstruía la sociedad (pasada) que tuvo la extraña suerte (afortunada para Keynes, Russell y definitivamente para Woolf, el esposo, obviamente; mientras que desarfortunada para Virginia y nosotras y nosotros) de ser su partera. 

Hay quienes dicen que Woolf fue  negligente. El esposo, claro está. Que la hubiera podido mantener viva otra novela, un par de ensayos más, alguna obra de no ficción más. No creo que alguno imagine posible que le hubiera logrado curar su bipolaridad, ya porque no crean en la letra menuda de la psicopatología, ya porque era el tipo ese parte de la enfermedad de Virginia.

De forma similar, no creo que alguien pudiera tener tan escasa inteligencia para creer que a mí se me curara la victorianidad de un momento a otro (de aquellas bellas épocas al ahora). Máxime si me declaro enamorado de Virginia, aunque la nomine Woolf.

Qué triste que esta augusta confesión (tan cercana al triste agosto) se agoste por su silencioso pronunciamiento. Qué triste (así, sin admiraciones) este abandono a la posibilidad del cambio. Qué triste hundirse con la nave.

Aunque el hondo mar que devora todas las tristezas sea el destino máximo de toda criatura de sal que rueda el mundo. La tumba última, el fondo del que no se baja más.

2013/04/14

Romanticón caduco

Uno despierta un día con antojo extraño, digamos, de oír cantar a Amaia Montero. El mundo conspira y mientras hace oficios domésticos, una vecina profesa cantando una "Dulce locura", ese drama de historia de amor sin cierre, de cierta confesión de error imperdonable y de la partida de un alguien incomparable a los otros... a todos los demás...

Resulta extraño traer bajo la piel ese espíritu romanticón tan barroco, tan caduco, y no sentirse perdido en este mundo cotidiano. La voz ronca y bizarra de Amaia, en solitario y con la parranda de nerds españoles que cuentan la historia de la oreja de Vincent, hace un poco de daño. Es un medio adecuado (atípico, indefinible, difuso) para transmitir esas fantasías posibles de la gente que se enamora. (Aunque se canta principalmente sobre la gente que se muere de amor, de desamor, de amores distantes o mal recibidos). Es una voz sonriente, casi feliz ante la imposibilidad e el destino incompleto de las relaciones. Casi suicida, emocionada por entregarlo todo ante apuestas más bien flojas sobre cómo la gente lleva a otros en el corazón.

El día avanza, hay caminatas con perros almuerzos con cargas enormes de grasas y carnes: deliciosos. El sopor de la tarde viene contento, llega con una cerveza refrigerada al punto adecuado. Y predeciblemente pero no sin cierta molestia, recibo otra vez a Amaia. Quiero estar a su lado, quiero querarla o morir. Claro: plagio. Ella lo dice sobre una imagen indefinida a la cual es reunida en un día magnífico. Ella se desvive en mil variaciones de su forma de celebrar el encuentro con alguien del que no sabemos nada más que su presunta existencia y casi confirmada llegada.

Uno se contagia, se ablanda el escepticismo, y se dice complacientemente: si le canta así, ha de ser un gran tipo. Claro, esto es un salto de fe basado en un reporte muy indirecto. Muy malagente, imagino que ella podría ser una acosadora. Pero esa voz arequiposa me convence en creer que una acosadora así haría bien en la vida.

¿Quién querría un monumento en mármol de quince o veinte metros, un premio Pulitzer o una Orden de Boyacá, en vez de una Amaia enamorada y perseguidora como recompensa a una vida bien llevada?

Tal vez el virus romántico me ataca de nuevo (¡jah!, dizque 'tal vez': ¡seguramente!), porque reconozco la melaza en la anterior pregunta. Explican los microbiólogos, los inmunólogos y yo, que lo supuse antes de leerlo en una nota científica de periódico de domingo, que los virus no abandonan el sistema en el que han habitado, solo que entre el huésped y el visitante se crea un arreglo para que el último no se tome -a menos que el primero dé papaya- el poder nuevamente. Es decir, se puede vivir muchas veces la misma gripa.

Este herpes romántico está lanzando nuevos brotes en mí estas horas dominicales. No al punto de nuevas baladas y definitivamente no al punto de gestas imposibles. Pero se siente ese golpe raro en los cachetes que fuerza una risita estúpida, como si algo en el mundo andase bien.

Como si una mujer pasajera aclarara luego de ingentes halagos que 'el himno que escribo es sincero' y uno pudiera creerle. Si ella (imposible de entrada) estuviera acaso dispuesta a creer que 'me iba a morir de amor al verte sentado en mi portal'. Como si creer semejante idiotez, no la desclasificara por psicótica, obsesiva y neurótica. Como si eso no fuese un error de entrada.

Hay gente que conoce a la pareja de su vida en un bailadero, tal vez sonando algo tan intrascendente, en otras dimensiones, como Calvin Harris o Rihanna. O Lady Gaga. Incluso los debe haber cuyos corazones son adecuadamente expresados por estos seres u otros, como Otto Serge, Jorge Oñate, Moderato o Panda. Bueno, o Moby, o Sting: sí, también pueden ser estos u otros, porque no que estoy apuntalado los corazones a canciones espantosas. ¿Por qué no creer que la filosofía acumulada (¿escondida? ¿atribuible?) en la obra musical de Iron Maiden o de Calle 13 es un requisito para un vínculo erótico- afectivo entre dos almas? (Nótese: Almas. Esto es ya un indicio de perversión del pensamiento. Claro que el amor como  ente infeccioso es un tema romántico clásico. ¡Qué bodrio! Aclaro que si fuese entre almas, lo erótico sería mucho más aburrido).

Bajo esta multiplicidad de gustos y disgustos musicales, podría esconderme y no defender en particular a la señorita Montero. No tendría que explicar que busqué infructuosamente una supuesta versión de 'Nothing compares 2 U', ni que esta pieza es imposible pero que sería una joya porque con ese tema los nerds antedichos decidieron que era ella y su voz anormal la que debería acompañar sus cursis ensayos musicales. Ni que me saca sonrisas su sonrisa, ni que me gustan sus faldas y sus carnes entrevistas.

Hay algo allí, no lo niego, pero pienso dejarlo enunciado hasta ese punto. Lo que sí quiero contar es que encuentro en ella una imposibilidad existencial crítica. Ya habiéndote burlado, por el hecho que hayas pasado los ojos y la mente por semejante término tan escabroso, lo importante por decir es que su existencia es imposible de modos críticos. Por un lado, los años y el márketing la han hecho cada vez más cercana a su arquetipo físico, borrando lo que ella tenía de accidente. Sí, me puse pesado. Creo, para salir de esto rápido, que lo que hace a la gente gente es la acumulación de historia, los desperfectos, las cicatrices, las arrugas, los cuentos de historias maltrechas. En ella, sus brazos gorditos, sus cachetes. Aquella mujer de belleza local que uno podría fácilmente poner en una taberna en algún lugar de España bebiendo cerveza, o en Quiebracanto de vacaciones taconeando salsas con la misma cerveza, es ahora una sombra a lo barbie de sí misma.

El mercado lanza nuevas voces y ella ha creado una categoría. Primus inter pares, podría decirse. Un grano de arena en esta playa de mi vida (para seguir con las referencias mal escondidas). Su unicidad se desvanece, a la vez que se convierte en un estándar. (Otro ataque romántico: lo único e inefable de un "alma" [¡qué horror, mea culpa!] y por tanto la pérdida infinita cuando la única y especial alma se desvanece).

Claro, es el paréntesis el problema real, no las farsas dichas a todo volumen. Que más linda, que repetida y copiada, y en ambas un dolor existencial. Bullshit, mierda o (en una expresión caribeña) "ya vino a hablar". La imposibilidad es que esa pose, esa persona (imagínate que aquí está escrito persona en griego antiguo y se hace una referencia a lo que eso significa), ese personaje que reflejan las canciones romanticonas llenas de 'rasgar vestidos', 'muertes' simbólicas y poéticas todas, de lágrimas, dolores y cosas enterradas, de princesas, de dementes, de fenómenos atmosféricos con cargas emotivas, de renuncias, abrazos, despedidas, confesiones, etcétera, no existe.

No en este universo cultural, no en ese. Es una condensación, un compuesto, un concentrado. Un bebedizo, si se quiere. De eso ya no hay. Posiblemente la sobredosis de ridiculez de las producciones televisivas y fílmicas en contraposición y cooperación con la sobredosis de realidad de las historias vivenciales del amor hacen impensable e inviable un ser que se defina así.

Sí, inviable. Como lo sería un mamífero sin corazón. (Siempre quiero un oxímoron, pero resulto con cosas confusas como estas.)

Bueno, y si tal cosa existiera, y fuera Amaia su ejemplo, no tiene duplicidad. Siguiendo con un hilo biológico, sería la última de su especie (una trama, nuevamente, romántica). Cosa que muchas y muchos (en especial las y los que se sientan aludidas y aludidos con este paréntesis) considerarían una victoria. En otro lado se podría discurrir sobre el dispositivo de dominación que es el romance y el amor romántico. Un par de artículos he encontrado y supongo que miles de títulos se acumulan en bibliotecas físicas y virtuales en todo el universo académico al respecto.

En otro título académico (sí, esto es un rodeo más) consta que en algunas décadas se podrán evitar y tamizar todas las causas congénitas de la sordera; y que los implantes cocleares serán biotecnologías al alcance de todos; ergo, la sordera y los sordos serán una imagen en sepia de un pasado más difícil. Los sordos protestan. Hay en ese modo de vida un carácter especial y unas peculiaridades culturales que no quieren perder. ¿Podría entenderse que una familia de padres aceptara una sordera curable para mantener una magia cultural difícilmente explicable para quienes oímos?

Podría ser que se mantengan esos legajos de tristezas históricas. Como los modales de los restaurantes que emulan cortes corteses. Puede ser que relaciones firmes guarden un poco de dulzura loca. De la dulce locura que se va con el domingo que acaba.

Mañana puede ser que me ataque Nirvana o The Clash. Y todo será mejor.

2013/03/20

Cómplice

Ando buscando un árbol,
en otro tiempo hubiera dicho que el árbol perfecto.
Hoy, más simple que antes,
si eso fuera acaso posible,
pienso que en cada árbol hay una perfección
más allá de lo decible.

Quiero un gentil árbol que esté lejos,
fuera de mis caminos habituales,
que se diga en nombres antiguos y se cubra en hojas nuevas.

Un árbol vivo, estoy buscando.

Y hay en ello un meollo.

Un árbol fuerte, de cierto porte imponente.
Quisiera que sus raíces rompieran una ladera
puesta entre muchas lomas,
en lo alto de mi única cordillera.

Poético, si vale el redoble de lo obvio.

Con una sombra que no diga nada en el atardecer
al paseante frecuente.
Que no diga nada al botánico,
que calle a los ojos de todos.

Invisible, tanto que de cortarse
no sonara.

Un árbol estadístico,
uno entre muchos, como yo,
guardadas las proporciones de dignidad, sabiduría
y majestad.
¿Cómo decirlo? No un árbol solitario,
como yo,
uno que navegue el viento con muchos de los suyos.
y muchos de los otros seres.

Lo busco para dormir meciendo suave
de sus ramas.

Que me deje encontrar la noche única
sin los achaques que trae el mezclarse con agentes
de ajenidad.

Sin palabras, sin silencios.

2013/02/17

Vivir con muerte

No es que yo la invente, la atraiga o la venere, la idea de la muerte se me presenta multifacética y variable, como un caleidoscopio nefasto. Creo engañar bien al mundo sobre su constante presencia en mi mente. Resulta insulso aclarar que la muerte está presente siempre en el mundo, que la vida, como concepto, la requiere y que siempre pende sobre los seres que viven. Para ser preciso, se está acercando. Inevitable.

Muchas variaciones de esa certeza, decía, cruzan mi mente. Un día afortunado, caminando bajo el cielo perfecto, con nubes algodonadas como las del país de Jorge Isaacs, con brisa leve y el olor de las plantas sonriendo apareció otra vez: Imaginé que sería genial que un rayo me quemara y evaporara. La norma cultural dicta que me habría de partir, pero la lírica popular tiene que limitarse a la verosimilitud, y un rayo no parte, lo que hace es parte de su belleza. Esa cantidad contada e ingente de energía cocinando las carnes y las vísceras, quemando el cerebro y cada nervio, en un instante mínimo. Y lo mejor: ocurriría en un día en que todo parecía ir genial. Con un trabajo decente, sin mayores deudas, habiendo salido airoso de tristes reuniones, habiendo visto a algunos y hablado con otros amigos, pero de forma incompleta, sujeta siempre a la incompletud de la vida.

La imagen habitual, sin tanta historia ni consideración, es verme colgando de una viga saliente de un edificio lóbrego, una tarde de nubes con el sol en contra. Quieto. Ni siquiera mecido por el viento. 

La segunda imagen recurre con mayor frecuencia. Tiene un resorte simple, que la lanza al aire al menor esfuerzo.

En otros días, esperaba una muerte venida del accidente imposible, uno de buena fe e imposible de atribuir como culpa individual. Repentino, inmenso, imposible de superarse. Con sangre, pero sin tiempo. Tal vez el golpe de un tren, lo que hace lamentable la poca difusión de los rieles en el mundo.

De tan común este pensamiento que ha evolucionado a una sensación y a un dispositivo. Como sensación, es fría; como dispositivo, es depredador. Cuando esa sensación ataca por primera vez una idea, duele y congela, como cuando supe que nadie estaría conmigo en ese arreglo amatorio. Ardió, se enfrió, dejó un vacío y una cicatriz. Cuando reincide sobre el mismo punto, solo es frío. Como hoy, al escribir la soledad.

Así la muerte pasa a ser un ingrediente más de la vida. Un ingrediente activo en esta existencia medicada. Que se suministra a sí misma en dosis soportables y al que no se genera resistencia nunca.

Solo la intriga, el temor, la tristeza de cuándo, cómo y dónde la dosis será fatal.

Derecho a roncar

¿De qué tamaño debe ser una existencia? Lo digo pensando basado en el principio comprobado de que puede contenerse (no en el sentido de frenarse, o bueno, no completamente; sino en el de encapsularse) una existencia completa en una caja de determinado tamaño.

Estas cajas se encuentran en los mercados y supermercados, en las más diversas formas y cualidades; con los más elaborados tapices jurídicos o sociales, con los jardines más ensoñadores y las ventanas a los ideales más puros y trascendentes. Y mi interés no va hacia el crecimiento de estas cajas, me encanta la expansión de las existencias. Sobre todo en formatos legibles que pasen de una generación a la otra: hay cajas que todavía producen cartas en papel y que hasta tienen buzón de verdad, o al menos una ranura de tamaño conveniente en la puerta para alojar los sobres visitantes. Cajas enormes que van de un país a otros muchos y vienen repletas de fotos, camisetas, llaveros y olores de comidas sazonadas con otro sol. Cajas en  modos varios.

La pregunta va en el otro sentido de esta escala de vida. ¿Cuántas micras puede tener una existencia? ¿Es esta una medida adecuada al verdadero yo? Bueno y si el yo no existe (solo lo permiten las gentes en concilio y la mentira de la experiencia única), ¿deben las cajas miniaturizarse hasta el fin de lo subatómico?

Hartazgo de ideas abstractas, no pensar en la caja de una altura de Planck de alto; pensar mejor en las cajas existentes: Quedan cajas salvajes, me cuentan las voces, donde el león ruge en la noche. Otras bohemias que dejan sus puertas y luces encendidas hasta la madrugada, y hasta la madrugada es una falsa presentación, porque las luces y las puertas hacen lo suyo de corrido, independiente de la insolación, de modo que el bon vivant puede traer o sacar vinos de su caja. Y sin arreglo a un propósito o justificación. De estas cajas existenciales, también las hay en variaciones existencialistas, vacuas y levemente hedonistas; las hay queer, con militancias a deseos aún no nombrados; las hay veganas, sanas, limpias, puras, salvíficas; las hay consumistas, conspiracionalistas, neoconservadoras, sionistas, frugales, carníceras... Muchas más características las definen, pero no se habla de su tamaño, ni de su tamaño en lo que a mí me afecta.

En todas ellas falla la descripción del tamaño correspondiente al ronquido. Como si el tirano, el santo, el iluminado, el loco, el perverso, el mártir, el sonso, el nulo no roncaran. Nadie se hace a un lugar en la historia-con-hache-mayúscula por el roncar. Por lo menos no hasta ahora -puede que ese sea mi ingreso a las enciclopedias- y no en los próximos años, según deduzco de la mínima importancia del ronquido en nuestra sociedad y, en tono reivindicatorio, su ocultamiento del discurso oficial.

Cabe en la noche soñadora el roncar. No lo dudo. Dormir es una elección, como lo es el irritarse y el rascarse el zarpullido hasta la gangrena. Morfeo no tiene poder sobre mí, dado que no le oigo cuando decido dormir, que es siempre. En la tarde, luego del almuerzo, mi mente está tan dormida como mi cuerpo inmóvil; la rigidez frente al computador puede dar apariencia mentirosa de laboriosidad, pero no crean. En la noche, la madrugada, la mañana, duermo. En leves y realmente escasos momentos de mi vida he estado despierto, casi que forzado por el temor a la muerte. En todos los demás, como ahora y cuando escribía la única tesis de mi mínima existencia, he estado voluntariamente dormido.

No hago de esto un símbolo, con un gran despertar de revelación y de iluminación. No es esto lo que digo. Digo que estuve en profundo sueño y roncando. Bajo la tormenta, antes y después del temblor, con hambre y con dolor, con fiebres y retorcijones, con loas y con miserias laborales en la maleta, con la maleta puesta, con corbata, jean, botas, y hasta traje de lentejuelas. Dormido y roncante. Roncando ruidosamente, cual bestia salvaje, cual el sonido de una secoia milenaria que se desgaja por siglos, como un insulto condenador del ebrio Odín, como el llamado de algún mamífero marino en océanos gélidos, como si una llama del tamaño de una montaña crepitara y atronara en una garganta de roca, como si el ronquido hiciera el esfuerzo por entregar al mundo algo de mí comparable a todo lo que no hago.

No me enorgullezco de mi roncar. Apenas me explico (nunca excusarme): Soy un hombre a una nariz pegado, a una sinusitis y rinitis pegado, pegado a un tabique enorme y torcido. No es lo mismo que la condición femenina, ni la historia de la diáspora africana, ni la pobreza infame (que la tengo en dosis menores), pero este es mi sino de discriminación.

No hallo lugar para el ejercicio de mi ruidosa fisiología respiratoria. O para ser preciso, para mi sueño durante este traqueteo de mucosidades. No quiero que me despierten en mi roncar. No quiero vecinos interesados en mi salud respiratoria ni atormentados por el ahogo o preocupados la apnea ajena. Quiero un mundo donde mi hipotético hijo pequeño pueda dormir sin importar su ronquido o su moqueadera, sin que importe el volumen ni la ubicación, ni mucho menos el contenido de su carácter.

Pienso entonces que lo propio es hacer como el cangrejo ermitaño y buscar una caja existencial diferente. Esta es pequeña y con pocos tentáculos. Me asalta el deseo por una caja más grande, pero pronto pienso que el asunto no es de tamaño, porque en otras mayores podría ser igualmente ignorado mi derecho roncante. Creo que el asunto va en la línea de la primera pregunta.

De qué tamaño debe ser una existencia, ese es el tema. Uno pensaría que entre más pequeña sea la existencia, si el ronquido se mantiene en su tamaño monumental, en contraste parecerá más grande. Pero no: Un monje budista, cuando duerme en medio del bosque, al lado de ese árbol, cuando duerme y nadie lo oye, ¿ronca? Seguro que sí, pero nadie lo jode. Su existencia es tan sólida y tan abandonada y tan ajustada que puede roncar y nadie le quita el sueño. Otros, como yo tenemos existencias no tan sólidas y más bien desajustadas, lo que nos lleva a que pueden quitarnos el derecho al ronquido. Nos lo quitan con discursos médicos, con golpes en la pared, con displicentes consideraciones sobre nuestra despreciada condición y sobre todo la dolorosa exclusión de la lista de los posibles candidatos para amor de la vida.