Acéptalo, eres detestable. De hecho,
detestado. Y no solo por una persona. Los motivos y las
justificaciones son fútiles, lo crucial es el odio creciente, el
odio en flor que crece como la hiedra, que se extiende como los
desiertos y los basureros. Si la venganza no requiriera tanto tiempo,
sería simple encender un fósforo, lanzarlo al mar de odio y dejar que inicie la conflagración última, la
guerra final, la del odio cotidiano, la guerra infinita y destructora
que llevará (pronto, muy pronto) a la aniquilación de todos. Sin
embargo, la venganza aplaza ese fantástico escenario. Es lenta, es
de difícil consecución como cualquier placer. Por ello, debo
aplazar la muerte final.
Allí viene la hipocresía en defensa
de la satisfacción. Como repliegue táctico, la hipocresía mantiene
al enemigo, al ser detestado, al ente asqueroso que nos impone su
presencia, al idiota de turno, al que sea en la mira, al alcance del
próximo ataque; pero lo mantiene también en su lugar: de saberse
detestado. La hipocresía verdadera no debe confundirse con una
elaborada obra de teatro o una pintura hiperrealista de la amistad.
No.
¡No!
Debe mostrar su veneno: el saludo de la
risa falsa viene con ojos de asco, con un tono displicente en el
saludo seco, con la mueca desabrida, para que todo esto te asegure a
ti, al detestable destinatario, mi molestia ante tu existencia y tu
despreciable insistencia en continuar tu presencia aquí.
No te confundas (deliciosas palabras de
odio), no te confundas. Nada te hace soportable más que el encanto
de la hipocresía. El saludo formal deformado incluye una pregunta
por tu estado, mi interés no es que contestes, es que repitas el
rito compulsivo y sigas tu existencia mórbida alejándote de mí solo lo suficiente. La
charla en el pasillo, en el ascensor, en la reunión son la misma que
tendría con un helecho o con el chicle de debajo de la suela; es
como esa feliz costumbre de prender un radio mal sintonizado para que
las vigas de las casas viejas no se sientan solas.
Tu nombre no importa, ni tu vida. Esos
datos son irrelevantes en todos, ¿por qué esto sería diferente para ti,
este pedazo de mierda que apesta mi vida? Te tengo un nombre, un
apodo, un significante. Me río con él, te describe ten precisamente
tu horriplilancia y tu desagradable ser. Me río al repetirlo, es un mantra de perdición, me
levanta el ánimo con la furia que me generas.
Y me contengo. Sonrío. Hago como que
te oigo. Saludo y hasta podré darte regalos o defenderte.
Pero no te confundas, esto no es más
que un lapso de espera hasta que pueda cebarme en tu dolor, en el dolor que tendrás por mi venganza.