2012/12/22

Yo recomiendo la hipocresía

Tiene amplia difusión, hay manuales extensos al respecto y resulta simple fingir una sonrisa perfecta. Se sugiere que el labio superior quede recto y de ser posible que las comisuras se eleven, mientras el labio inferior describe una suave curva que deje ver un tercio de los colmillo y tal vez la totalidad de los incisivos. Para una perfecta ejecución, se puede optar por descender un tanto los párpados e inclinar levemente la cabeza. Los hoyuelos en las mejillas son opcionales. El puñal listo para clavarse en espaldas ajenas es recomendado.

Acéptalo, eres detestable. De hecho, detestado. Y no solo por una persona. Los motivos y las justificaciones son fútiles, lo crucial es el odio creciente, el odio en flor que crece como la hiedra, que se extiende como los desiertos y los basureros. Si la venganza no requiriera tanto tiempo, sería simple encender un fósforo, lanzarlo al mar de odio y dejar que inicie la conflagración última, la guerra final, la del odio cotidiano, la guerra infinita y destructora que llevará (pronto, muy pronto) a la aniquilación de todos. Sin embargo, la venganza aplaza ese fantástico escenario. Es lenta, es de difícil consecución como cualquier placer. Por ello, debo aplazar la muerte final.

Allí viene la hipocresía en defensa de la satisfacción. Como repliegue táctico, la hipocresía mantiene al enemigo, al ser detestado, al ente asqueroso que nos impone su presencia, al idiota de turno, al que sea en la mira, al alcance del próximo ataque; pero lo mantiene también en su lugar: de saberse detestado. La hipocresía verdadera no debe confundirse con una elaborada obra de teatro o una pintura hiperrealista de la amistad. No.

¡No!

Debe mostrar su veneno: el saludo de la risa falsa viene con ojos de asco, con un tono displicente en el saludo seco, con la mueca desabrida, para que todo esto te asegure a ti, al detestable destinatario, mi molestia ante tu existencia y tu despreciable insistencia en continuar tu presencia aquí.

No te confundas (deliciosas palabras de odio), no te confundas. Nada te hace soportable más que el encanto de la hipocresía. El saludo formal deformado incluye una pregunta por tu estado, mi interés no es que contestes, es que repitas el rito compulsivo y sigas tu existencia mórbida alejándote de mí solo lo suficiente. La charla en el pasillo, en el ascensor, en la reunión son la misma que tendría con un helecho o con el chicle de debajo de la suela; es como esa feliz costumbre de prender un radio mal sintonizado para que las vigas de las casas viejas no se sientan solas.

Tu nombre no importa, ni tu vida. Esos datos son irrelevantes en todos, ¿por qué esto sería diferente para ti, este pedazo de mierda que apesta mi vida? Te tengo un nombre, un apodo, un significante. Me río con él, te describe ten precisamente tu horriplilancia y tu desagradable ser. Me río al repetirlo, es un mantra de perdición, me levanta el ánimo con la furia que me generas.

Y me contengo. Sonrío. Hago como que te oigo. Saludo y hasta podré darte regalos o defenderte.

Pero no te confundas, esto no es más que un lapso de espera hasta que pueda cebarme en tu dolor, en el  dolor que tendrás por mi venganza.