2011/06/25

La melancolía y el camino de la resequedad

Tengo un pez espada atravesado en la garganta, y resulta muy incómodo cuando entro a un ascensor, entonces, mejor la escalera, y también cuando hace mucho calor, y no solo por el olor fosfórico. También es algo doloroso, pero no importa, la gente no se ocupa de eso cuando está muerta. No en el sentido de carecer de pulso o haberse detenido para siempre mi respiración, pues este discurso me resultaría muy difícil de sostener; muerto en ese sentido tonto que se usa cuando viene el despecho o el fracaso, que es cuando puede uno seguir andando con un animal marino cortándole la tranquilidad y dificultándole la articulación de las palabras.

Mientras permanezco en el techo de la casa, esperando el monzón, el movimiento de las nubes y el tacto casi maternal de la incesante llovizna logran darme el punto de equilibrio requerido para olvidar el peso que me fuerza a tener la cabeza inclinada hacia la derecha. Las revistas que despacho, siempre de farándula pues son las únicas que resisten el azote de la humedad relativa de mi paramuna y natal ciudad, me hacen sentir en una peluquería. Una desolada, aclaro, y sin ese olor a quemado y a químico estético. Hay paz en ese lugar, techado con tejas de fibra de cemento, Eternit para abreviar, aún por sobre los ladrillos rojizos y sus uniones grises de edificación pobre.

Otra cosa es entrar a los buses (siempre poco después del amanecer) y correr al otro extremo de este pueblo, donde voy a empacar compras de ricachos en lindas bolsitas de papel kraft. Mi sueño ya anticipadamente roto es estar tras la registradora y preguntar a cuántas cuotas. Incluso si el pez espada se cayera, me lo desincrustaran o si un hada o cirujano lo retirara con sus artes, yo ya no podría enderezar mi mirada, un tanto maleva de tanto andar así. Y por ahora prefiero el puesto simple que me deja ir muchas veces al baño, a los baños. Recorrer esos pasillos ocultos tiene su tinte de exploración decimonónica o ciberpunk. Las puertas traseras de los centros comerciales son suficientemente estándar como para que quepa mi pez, y ahora entiendo mi repentina tristeza en esos días previos al pez espada al cruzar la puerta y verla tan ancha para un tipo solo.

Sí, el pez me trae un doble para los soliloquios y tal vez el tono taciturno se deba a hablar tanto conmigo usando el leitmotiv de dos metros de escamas azuladas. No me creo capaz de dejarlo ir ahora. Cuando recién era una cosita de cuarenta centímetros, eso era otra cosa, no le había visto yo en sus días felices ni él me había acompañado en los míos. Amanecí un día con él y un guayabo enorme, sin memoria de ninguna de las noches anteriores. Los amigos de los tiempos felices se habían acabado en la primera noche, así que el despertar callejero y solitario me priva del medio y el motivo de la inserción.

La gente no me falta, o me falta en otro modo, o no lo sé o no me importa. El colegio fue feliz y esa gente fue buena, supongo. Tengo recuerdos de antes del pez, que por alguna extraña razón están llenos de Jacques Cousteau y Gloria Valencia de Castaño. Tal vez extraño Naturalia, El Calipso, a Cousteau y a doña Gloria. A veces recuerdo los besos sorpresa de la niña del local de electrónicos y recuerdo que llegó a casarse, no con el tipo que vino después de mí, justo después de mí, sino con otro. Vi fotos de ellos, la paisa una vez me las mostró, como por maldad indefinida. Parecían esa gente que sale en las revistas, en las últimas páginas, ella con las pestañas largas como puentes y él cuadrado como caricatura, muchas flores todas blancas inmaculadas, gente sonriente, faldas cortas.

Yo vuelvo a mi buseta, siempre tarde, no porque me guste terminar de cuadrar el local sino porque el local vacío es casi el mejor sitio para estar y para coger la buseta vacía (¿ven?: vacío es bueno para el tipo del pescado en la garganta), hacerme en un puesto con ventana, abrirla y sacar la cola, sentir el viento húmedo y ver a la gente esconderse de la lluvia que vuelve a empezar.