2013/07/28

Sueño de una noche de invierno ruso

Está oscuro. La luz de la pantalla arma solo los bordes de las figuras. Viste de negro. No la ves. Allí hay una mano y cuando la toco oigo el crujido eléctrico de mis deseos saltando a esa piel de ángel. La gente habla, inglés con acento británico, peroratas en ruso, incluso uno por teléfono. Y ella no habla. 

No se mueve.

Viene nieve implacable. Rusia invernal se presenta. La intuición se hace material: se ven los labios inmóviles. Un instinto carnívoro ve rojo nada más. Inicia un acecho feroz e inconcluso. La escena blanca muere, y queda una sombra que ni siquiera late con la respiración.

Supongo que respira.

Tiene cinco dedos. Tiene un dorso y una palma esa mano. Cuelga de una muñeca. La muñeca está soldada a un brazo. El brazo se hunde en la negrura del teatro.

Más allá, un continente inamovible. De este lado, yo.

Ella inmóvil, impertérrita, inaccesible, inaudible, inasible, ausente casi de este mundo. Volcada a la pantalla, sus movimientos y sus ficciones. Viendo las cosas de la gente desde su dimensión ajena.

Acá, una Karenina. Vibrante, perdida por los acosos de sus emociones. Esa falacia de lo que hacen, dicen o sienten las mujeres. Esa y todas falacias. Lo femenino, por más que queramos algo distinto y por más que caigamos en el vano intento de cambiarlo, es otro universo.

El filme acaba. Ella sonríe, convierte esa boca en el sueño de cualquier ser que desee. Forma y función. Rojos labios, carnosos, abundantes, dos mares de labios ondeantes. Bebe un café aromático y habla de los tapices, del ritmo de la trama, del respeto al canon y la novedosa transformación de la trama, de lo que hacían las novelas en aquellos días, de Rusia y la pluma que derramó a esas personas, incluso al buen Karenin, al difícil Karenin, al tonto Karenin.

Ha mutado de la estatua helénica a una diva académica, y su transmutación fuerza la adaptación del mundo. Hay una calle ahora, con luces estelares, la noche fresca, las calles solitarias, el asfalto apenas húmedo, y el títere andando junto a ella.

El títere ve un árbol, el árbol más real que ha visto. Tan real como en os tiempos en que descubrió la tridimensionalidad de las ramas que abrazan el cielo, tan tupido de detalles, tan históricamente elaborado, con tantas marcas del tiempo indicando su presencia y sus batallas contra este mundo de la realidad material.

De la nada, viene la historia fantástica de la presencia anterior de ella sobre estos pasajes. Cruzaba de la mano de una abuela, doble mamá, doble dulzura, doble sabiduría, el camino al jardín. Y el árbol en aquellos días tenía una puerta, y era la casa de los seres de un mundo fantástico.

El camino cortés termina. Está la puerta y su vida después de ella. 

Aquí estoy yo y ella allende.

Contra Virginia, insultos machistas

Qué tranquilidad la que viene de saber que nadie te lee. Poder dedicarte como en el más secreto diario a escribir las cosas que no le importan a nadie con el refinamiento que nadie necesita, dedicando el rigor rococó a los asuntos que a mí se me dé la soberana gana.

Escribir, además, los errores que me gusta apreciar, en cosas como el desvarío por la vida y el amor decimonónica. Diría ayer, y no importa: un día fui invitado a abandonar los modos (y cito) de hombre victoriano. Me fue sugerido no abrir puertas ni dar paso a las mujeres, no guardar el atento cuidado, dejar las pendejadas de ese tipo; incluso, dado que ya entendí el asunto, desechar la palabra mujer, puesto que no indica nada que uno debiera enunciar, que uno pudiese llegar a tener la autoridad de usar, un nombre sacrosanto solo pronunciable por las sacerdotisas del culto de la mujeridad y aquellas indiscernibles entidades que puedan, quieran, lleguen a denominarse con la sacrosanta prohibida palabra.
Ante ello, el prometido error. Pensaba, defendiendo el imposible, que habría un grado de rescatable solemnidad, un respeto posible por el tratamiento diferencial, cuando ello es indefendible y mal visto, y en función de ese rescate del hundimiento mortal imaginaba que en algún grafiti digital iba a dejar constancia de un repelente y esperpéntico desquite verbal que iba así:

"Sí, lo reconozco, soy un tipo victoriano. Por ello quiero a una mujer victoriana: a Virginia Woolf."

Listaré los errores, para diversión de las futuras generaciones de filólogos, o solo para que la frase "Listaré los errores" permita que la clasificación automática que realicen los robots de la CIA sea adecuada. Además del uso del término prohibido, error obvio que me llevará a las hogueras posmodernas en tanto que no creo tener la voluntad para evitarlo y las contundentes tendencias suicidas que me marcan; además del uso aquel, decía, malditas frases intermedias, miles de paréntesis (y este frecuente recurso de despotricar abiertamente del recurso usado), usé el apellido de casada de Virginia. ¡Dígame nomás! Qué atrevimiento tan horroroso, tan denigrante, tan infame, tan desagradable y tan vergonzoso.

No marco las admiraciones porque no me salen. Hablo (redacto) con un tono neutro casi frío. La verdad, me confieso culpable del crimen de pasadismo. Hablando de prejuicios históricos, soy un tipo errado de siglo, venido de uno pasado: ya no crimen sino pecado mortal ante el futurismo del presentismo presente.

El último error para marcar en el abandonado epitafio de mi dizque heteronormatividad, ataca ese glorioso principio- deseo del futurismo del presentismo presente. Digo que Virgina era victoriana, pero como ella es de las buenas, no puede atribuírsele un adjetivo tan pauperizante a la gran Virginia. Ella era (¿es?) una mente de su futuro, incluso de nuestro futuro. Es una persona presente, cotidiana, pero más allá de sus días y de los nuestros. No puede decirse que ella fuera victoriana, entre otras, porque deconstruía y reconstruía la sociedad (pasada) que tuvo la extraña suerte (afortunada para Keynes, Russell y definitivamente para Woolf, el esposo, obviamente; mientras que desarfortunada para Virginia y nosotras y nosotros) de ser su partera. 

Hay quienes dicen que Woolf fue  negligente. El esposo, claro está. Que la hubiera podido mantener viva otra novela, un par de ensayos más, alguna obra de no ficción más. No creo que alguno imagine posible que le hubiera logrado curar su bipolaridad, ya porque no crean en la letra menuda de la psicopatología, ya porque era el tipo ese parte de la enfermedad de Virginia.

De forma similar, no creo que alguien pudiera tener tan escasa inteligencia para creer que a mí se me curara la victorianidad de un momento a otro (de aquellas bellas épocas al ahora). Máxime si me declaro enamorado de Virginia, aunque la nomine Woolf.

Qué triste que esta augusta confesión (tan cercana al triste agosto) se agoste por su silencioso pronunciamiento. Qué triste (así, sin admiraciones) este abandono a la posibilidad del cambio. Qué triste hundirse con la nave.

Aunque el hondo mar que devora todas las tristezas sea el destino máximo de toda criatura de sal que rueda el mundo. La tumba última, el fondo del que no se baja más.