Está oscuro. La luz de la pantalla arma solo los bordes de las figuras. Viste de negro. No la ves. Allí hay una mano y cuando la toco oigo el crujido eléctrico de mis deseos saltando a esa piel de ángel. La gente habla, inglés con acento británico, peroratas en ruso, incluso uno por teléfono. Y ella no habla.
No se mueve.
Viene nieve implacable. Rusia invernal se presenta. La intuición se hace material: se ven los labios inmóviles. Un instinto carnívoro ve rojo nada más. Inicia un acecho feroz e inconcluso. La escena blanca muere, y queda una sombra que ni siquiera late con la respiración.
Supongo que respira.
Tiene cinco dedos. Tiene un dorso y una palma esa mano. Cuelga de una muñeca. La muñeca está soldada a un brazo. El brazo se hunde en la negrura del teatro.
Más allá, un continente inamovible. De este lado, yo.
Ella inmóvil, impertérrita, inaccesible, inaudible, inasible, ausente casi de este mundo. Volcada a la pantalla, sus movimientos y sus ficciones. Viendo las cosas de la gente desde su dimensión ajena.
Acá, una Karenina. Vibrante, perdida por los acosos de sus emociones. Esa falacia de lo que hacen, dicen o sienten las mujeres. Esa y todas falacias. Lo femenino, por más que queramos algo distinto y por más que caigamos en el vano intento de cambiarlo, es otro universo.
El filme acaba. Ella sonríe, convierte esa boca en el sueño de cualquier ser que desee. Forma y función. Rojos labios, carnosos, abundantes, dos mares de labios ondeantes. Bebe un café aromático y habla de los tapices, del ritmo de la trama, del respeto al canon y la novedosa transformación de la trama, de lo que hacían las novelas en aquellos días, de Rusia y la pluma que derramó a esas personas, incluso al buen Karenin, al difícil Karenin, al tonto Karenin.
Ha mutado de la estatua helénica a una diva académica, y su transmutación fuerza la adaptación del mundo. Hay una calle ahora, con luces estelares, la noche fresca, las calles solitarias, el asfalto apenas húmedo, y el títere andando junto a ella.
El títere ve un árbol, el árbol más real que ha visto. Tan real como en os tiempos en que descubrió la tridimensionalidad de las ramas que abrazan el cielo, tan tupido de detalles, tan históricamente elaborado, con tantas marcas del tiempo indicando su presencia y sus batallas contra este mundo de la realidad material.
De la nada, viene la historia fantástica de la presencia anterior de ella sobre estos pasajes. Cruzaba de la mano de una abuela, doble mamá, doble dulzura, doble sabiduría, el camino al jardín. Y el árbol en aquellos días tenía una puerta, y era la casa de los seres de un mundo fantástico.
El camino cortés termina. Está la puerta y su vida después de ella.
Aquí estoy yo y ella allende.
Ella inmóvil, impertérrita, inaccesible, inaudible, inasible, ausente casi de este mundo. Volcada a la pantalla, sus movimientos y sus ficciones. Viendo las cosas de la gente desde su dimensión ajena.
Acá, una Karenina. Vibrante, perdida por los acosos de sus emociones. Esa falacia de lo que hacen, dicen o sienten las mujeres. Esa y todas falacias. Lo femenino, por más que queramos algo distinto y por más que caigamos en el vano intento de cambiarlo, es otro universo.
El filme acaba. Ella sonríe, convierte esa boca en el sueño de cualquier ser que desee. Forma y función. Rojos labios, carnosos, abundantes, dos mares de labios ondeantes. Bebe un café aromático y habla de los tapices, del ritmo de la trama, del respeto al canon y la novedosa transformación de la trama, de lo que hacían las novelas en aquellos días, de Rusia y la pluma que derramó a esas personas, incluso al buen Karenin, al difícil Karenin, al tonto Karenin.
Ha mutado de la estatua helénica a una diva académica, y su transmutación fuerza la adaptación del mundo. Hay una calle ahora, con luces estelares, la noche fresca, las calles solitarias, el asfalto apenas húmedo, y el títere andando junto a ella.
El títere ve un árbol, el árbol más real que ha visto. Tan real como en os tiempos en que descubrió la tridimensionalidad de las ramas que abrazan el cielo, tan tupido de detalles, tan históricamente elaborado, con tantas marcas del tiempo indicando su presencia y sus batallas contra este mundo de la realidad material.
De la nada, viene la historia fantástica de la presencia anterior de ella sobre estos pasajes. Cruzaba de la mano de una abuela, doble mamá, doble dulzura, doble sabiduría, el camino al jardín. Y el árbol en aquellos días tenía una puerta, y era la casa de los seres de un mundo fantástico.
El camino cortés termina. Está la puerta y su vida después de ella.
Aquí estoy yo y ella allende.